La sesión para debatir el plan Ibarretxe en el Congreso de los Diputados plantea de nuevo la vieja cuestión de cómo organizar la convivencia hispánica. España es un estado antiguo, uno de los más viejos de Europa, que no acaba de encontrar el punto de estabilidad institucional que le permita mirar al futuro sin fijarse en los zurcidos con que la historia ha ido poniendo pedazos para tapar sus insuficiencias.
En este sentido España es una realidad inacabada. Y así ha funcionado durante más de cinco siglos. Ha habido intentos de acabarla del todo en un sentido o en otro. Desde la visión centralizada y centralista o desde la participación de las periferias en un proyecto común.
No deja de ser paradójico que el debate se vuelva a plantear después del periodo más largo de estabilidad, prosperidad y convivencia que ha conocido nuestra historia moderna. La transición ha sido un éxito sin precedentes. Y se ha producido con la cesión de competencias desde las instituciones del Estado a las instituciones autonómicas. Cada vez que se ha vivido un cambio de régimen o de estructura jurídica del Estado en nuestra historia se ha hecho después del fracaso o la inviabilidad de la situación anterior. Ocurrió con la Restauración en 1875, con el advenimiento de la República en 1931, con la guerra civil en 1936 y la dictadura que se impuso y con la transición después de la desparición del franquismo.
Lo novedoso en esta ocasión es que el cambio institucional que parece inevitable se hace desde un experimento que ha supuesto un éxito incuestionable. La descentralización es considerada insuficiente por el catalanismo político y por el nacionalismo vasco que plantea la legitimidad política del parlamento de Vitoria al mismo nivel que la legitimidad del parlamento de Madrid. El choque de legitimidades flotaba a lo largo de la sesión en el Congreso de los Diputados.
Estamos ante una inevitable segunda transición con planteamientos muy claros por parte de los nacionalismos catalán y vasco pero con un desarrollo lleno de incertidumbres. Las dos fuerzas políticas implantadas en todo el territorio hispano tienen planteamientos muy distintos sobre cómo organizar la complejidad de las sociedades peninsulares. Mariano Rajoy pareció demostrar más cintura política y más comprensión de la realidad que su antecesor Aznar. Pero la nueva transición sólo podrá llegar a buen puerto si cuenta con la complicidad de la sociedad española en su conjunto. El éxito sólo puede llegar con un gran pacto en el que nadie se sienta excluído.
miércoles, febrero 02, 2005
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3 comentarios:
Dice Foix que "lo novedoso en esta ocasión es que el cambio institucional que parece inevitable se hace desde un experimento que ha supuesto un éxito incuestionable".
Esto juega en contra, no ya de los nacionalistas, sino de quienes, desde posiciones de ponderación, abogan por el diálogo y por la búsqueda de fórmulas de articulación entre los diversos "pueblos" (signifique ello lo que signifique) y sensibilidades en España. Frente a preguntas tales como: "¿qué más quieren?" o "¿tendrán alguna vez límite sus reivindicaciones?", a uno -sobre todo si la cuestión va referida a Euskadi- se le empiezan a acabar las respuestas.
Coincido plenamente en que estamos en una segunda transición, los mismos que no aceptaban la primera transición ahora la defienden a capa y espada; pero es necesario saber quienes van a ser capaces de conducir esta segunda transición, para mi es la gran duda, muchos de los políticos actuales tienen demasiados condicionantes previos.
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